sábado, 20 de noviembre de 2010

¡Viva Zapata! ¡Zapata vive!

Por Sandra B. de Frid.

En pleno 2010, hay gente que asegura que Zapata no ha muerto, se los “dice el corazón”. “Aquí no lo supimos merecer -afirman otros-, cuando lo mataron, donde salpicó su sangre brotaron rosas”. Sí, hay quien espera el regreso del caudillo.

Hombre recio y candoroso, digno representante de la patria, Zapata es un mito viviente. Nació en Anenecuilco, un pequeño pueblo sobreviviente de la Conquista, a sólo unos kilómetros de Cuautla.

Emiliano Zapata, el noveno de diez hijos, nunca fue pobre, pero tampoco rico, pues es bien sabido que esa era una situación imposible de alcanzar. Su padre, don Gabriel, hombre tranquilo y trabajador, se dedicaba a las labores del campo. Él y su mujer, Cleofas, les dieron a sus hijos los principales rudimentos de la instrucción primaria. A Miliano le gustaba leer por las noches.

Por su talento para montar, Zapata era reconocido como charro entre charros

Por su talento para montar, Zapata era reconocido como charro entre charros

De su padre recibió una yegüita, “La Papaya”; de su abuela materna, una novilla, “La Regalada”. A los 9 años presenció dos sucesos: la destrucción de casas y huertos del barrio de Olaque y a su papá llorar ante aquello. “Padre -le dijo con voz clara y fuerte-, cuando sea grande haré que nos devuelvan nuestras tierras”.

A los 12 años, como el resto de los hijos de campesinos, comenzó a trabajar en las labores del campo. Vio desaparecer hasta los cimientos de varios pueblecillos devorados por las haciendas. Al fallecer don Gabriel, Emiliano se convirtió en jefe de familia. Heredó una pequeña propiedad y luego arrendó otra más grande donde sembró sandías y recibió buenas utilidades.

Allá por el año 1907, trabajaba como caballerango en la hacienda de Atlihuayán y en sus ratos libres, se iba a capturar caballos cerreros a los cuales amansaba hasta hacerlos “de rienda”, para luego venderlos.

Su pueblo, igual que muchos otros en Morelos, fue despojado de sus tierras por la hacienda vecina. Se organizó una comisión para pedir justicia, de la que Miliano formaba parte. Indignado ante el fracaso, convocó al pueblo incitándolos para que tomaran posesión de sus tierras. Esta fue la chispa que encendió la mecha revolucionaria.

Alto, delgado, de impecable figura. Tez morena clara. Ojos oscuros, vivos, de mirada intensa que todo lo veían y que a veces parecían a punto de derramar lágrimas. Cejas pobladas; bigotes grandes. Cabello negro. Siempre un puro entre sus dedos. Pantalón ajustado, de raya ancha: a veces roja, otras blanca; botonadura de plata y cinturón de cuero. Camisa de tela de holanda cruda con la pechera alforzada y almidonada. Chaqueta; paliacate en el bolsillo. Botines de piel de una pieza, espuelas, pistola y gran sombrero charro. Hombre de pocas palabras, cuando hablaba, era firme y tajante. Afectuoso y considerado con sus subordinados; verdugo del explotador. Ídolo, líder, defensor de campesinos y despojados. No era parrandero; enamoradizo…, eso sí. Conocedor de caballos, montaba las mejores sillas. Lazador experto, valiente torero, domador imbatible. Le gustaba el buen coñac.

Recepción de Madero en Cuernavaca organizada por Zapata, 1911

Recepción de Madero en Cuernavaca organizada por Zapata, 1911

Emiliano ganó popularidad, admiración y respeto entre viejos y jóvenes. “Me hierve la sangre de muina”, les decía al ver tanta injusticia. Tachado de bandido, desde la serranía de Ayoxustla, se propuso lanzar un Plan donde requería la restitución de las tierras a sus verdaderos dueños. Es entonces cuando los revolucionarios, fortalecidos, acosan sin cuartel a los federales. Estos últimos saquean e incendian pueblos enteros, ahorcan a los alzados, toman rehenes, violan a las mujeres.

Los zapatistas: campesinos vestidos de manta blanca, con sombreros de petate y armados con cananas y machetes, vuelan trenes. Unos a pie, otros a caballo, preparan emboscadas y, de esos golpes, logran hacerse de algunas armas de fuego. Los pueblos los proveen de información, tortillas, parque.

Zapata no quiso nada para él: honores, cargos, ni siquiera las grandes fortunas de los ricos que huían del país. Todo para su gente: “leyes parejas para pobres y ricos. Dar dignidad, hacer que la gente se sienta humana”. Odiaba la traición, la ambición, a los sinvergüenzas que sólo anhelaban el poder.

En agosto de 1911 se casó con Josefita Espejo, joven, de tez blanca y bonitas facciones. 53 guajolotes y 6 terneras se sacrificaron para la comida de bodas, a la que el novio y el padrino, Francisco I. Madero, no pudieron llegar, pues la fuerzas de Victoriano Huerta estaban tomando posesión del cerro de las Tetillas y se preparaban para continuar su avance sobre la población.

Hombre recio y candoroso, hecho de una sola pieza, vivió para recuperar las tierras de los ejidos.

El clarín tocó tres veces. La guardia parecía hacerle honores. Al extinguirse la última nota, llegó al dintel de la puerta de la hacienda de Chinameca el General en jefe sobre su alazán; los soldados descargaron dos veces sus fusiles, así, a quemarropa. Inútil la resistencia: los hombres de Guajardo, el traidor, parapetados por todas partes, descargaban sus fusiles sobre un puñado de hombres sorprendidos, consternados por la muerte de su héroe, su general.

No fue su gente la que recogió el cuerpo sin vida del ídolo. No tuvieron tiempo. El enemigo, aprovechando aquel momento de desolación, los batió encarnizadamente y ordenó que metieran el cadáver a la hacienda.

Este es el hombre generoso y astuto, firme y tajante al que le han compuesto corridos y poemas; grandes artistas lo han pintado y muchos otros lo hemos soñado

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